Un Alfa que vive de la rutina de 9 a 5 en un traje de botones, el cuello rígido por la tensión, los ojos fijos en las pantallas y los plazos. Pero la parte real de mí no aparece hasta que ficho. Es entonces cuando me meto de lleno en el gimnasio. Barras de acero, colchonetas de goma, el agudo ardor del ácido láctico en mis muslos. El sudor empieza despacio, luego se derrama por mi espalda, entre mis omóplatos, empapando mi ropa hasta que se adhiere a cada pliegue y línea de mi cuerpo. Y sí, no siempre lo cambio todo después. El tiempo apremia. A veces, los calcetines que me puse a las 7 de la mañana siguen abrazándome los pies a las 10 de la noche, después de haber estado una hora jugando al fútbol. Están empapados, ásperos en los bordes, soportando el peso de todo el día. Tienen almizcle. No sólo a sudor, sino a algo crudo... algo personal. Como si hubieran absorbido parte de mí. Sé cómo suena eso. Sé que algunas personas lo rechazarían. Pero hay algo en ello que parece... honesto. Sin filtrar. Cada largo día, cada kilómetro que he corrido, cada gota que he derramado perdura en el tejido. ¿Y si alguien se da cuenta? ¿Capta ese olor, ese calor, esa presencia pesada y usada? Entonces quizá no sólo estén oliendo calcetines. Quizá estén vislumbrando quién soy en realidad.